Mis Rarezas: canciones para empezar el año

Hace ya unos cuantos años que decidí crear mis propias tradiciones. No comer uvas en nochevieja es una de ellas. Felicitar el año regalando canciones es otra.

La música, y en concreto las canciones, me acompañan continuamente.  Pensé que una forma de compartirme con vosotros era compartir esas canciones que se me cuelan por todas partes y se me caen de la boca cuando menos lo espero.

Esta es mi forma de deciros que os quiero, que pienso en vosotros y que os estoy inmensamente agradecida por todo lo que me dais.

No soy una erudita ni tengo un gusto exquisito. Soy una simple coleccionista de melodías. Así que no las escuchéis con espíritu crítico. Si alguna no os gusta, pasad a la siguiente. Yo no me voy a enfadar y a la canción le importa un pimiento vuestros sentimientos hacia ella.

Este año os dejo viajar con Mis Rarezas. No va a ser un viaje geográfico sino emocional. Las canciones han sido los vehículos para expresar todo tipo de sentimientos desde el inicio de los tiempos.  Así que un madrigal del s.XVI puede contarte cosas muy parecidas a una canción de Serge Gainbourg.  Las canciones han servido para dar voz a quienes no la tenían, para llamar a la revolución o para hablar de temas considerados tabú. Por eso este año las canciones están escogidas por sus letras, y no tanto por su música -aunque su música es maravillosa-. Son canciones en los idiomas que yo entiendo (más o menos) pero de todas puede buscarse su traducción en internet, bendito invento. No hay apenas canciones recientes, muchas tienen más de 40 años. Y detrás de cada una de ellas hay una historia o un recuerdo personal mío, pero eso os lo voy a ahorrar.

Las he ordenado por parejas:

  • La petite Tonkinoise y Ay, Cipriano: mujeres hablando de sexo cuando hablar de sexo te llevaba al ostracismo social.
  • Lady Veneno y Todos Me Miranmujeres que toman las riendas de su vida, con mucha alegría.
  • Whatever Lola Wants y L’importante è Finire: mujeres hablando de sexo, de nuevo. Pero esta vez, ellas toman el mando.
  • A Sunday Kind of Love y Misty : el enamoramiento, o el deseo de enamorarse.
  • Casi, Casi y No Sé Tú: tejiendo la red para cazar a la presa
  • La Enorme Distancia y El Triste: la separación entre los enamorados
  • La Chanson Des Vieux Amants y Avec Le Temps: así afecta el paso del tiempo a los enamorados.
  • Can’t We Be Friends y Sight No More, Ladies: no te tomes tan en serio el fracaso amoroso…
  • Corten Espadas Afiladas, Sois Belle et Tais-Toi, y Rèquiem pour un Con: o cómo una canción puede ser una manera maravillosa de poner en un sitio a un/a gilipollas.
  • Comme un Cammello in una Grondaia y L’Animale: expresando el sentimiento de inadaptación y ajenidad.  (en youtube está la versión en español, pero en spotify no la he encontrado).
  • Cucurrucucú Paloma y Volver a los 17: el amor en la edad madura
  • A Santiago Voy y Habaneras de Cádiz: cantando a una ciudad
  • Albada y Grandôla Vila Morena: dando voz a la revolución y la reivindicación
  • Sevillanas de la Liebre y El Menú: jugando con las palabras 🙂
  • Ascott Gavotte y Insalata Italiana: jugando con las palabras, pero en plan fino.
  • Viajera: esta es la única de las canciones que aquí no tiene letra, pero sí la podéis encontrar con ella en otras versiones. Viajera que vas… (1948: de Berrueco al Ritz)

 

Espero que alguna de ellas os sirva, en algún momento, para expresar eso que tenéis dentro y no sabéis muy bien cómo nombrar. O al menos, que os hagan pasar un buen rato y os hagan sentir cerca de mí ¡Feliz año 2020!

 

 

1948: De Berrueco al Ritz

Dejadme contaros una historia. Para que no se pierda, para que no se olvide. Como todas las buenas historias es preciosa. Pero además es real y termina bien, creo yo. La historia no es mía, claro. Me la regaló mi suegrecica, Pilar. Y yo la pongo aquí porque lo peor que le puede pasar a una buena historia es que nadie le recuerde.

Pilar nació en 1930 en Berrueco, un pueblo minúsculo que vigila desde un alto la laguna de Gallocanta. Allí sigue, entre olas de carrascas y mares de cereal. Es una tierra dura en la que mandan el frío, el calor, el viento, el sol, el monte, los jabalís, las grullas… cualquiera menos los hombres. Es dura ahora y lo era mucho más a principio del siglo XX, cuando la tierra se trabajaba a golpe de mulo y azada. Así que, siendo muy jovencito, el adolescente Paulino Prieto Bruna salió de Berrueco con un tío cura rumbo a México. Tan joven era Paulino que apenas conoció a su hermano pequeño, Cirilo, un bebé por entonces.

Mientras el bebé crecía, se hacía un hombre y formaba una familia, Paulino hizo lo propio al otro lado del Atlántico, con gran fortuna. Los hermanos se carteaban, no perdieron la relación a pesar de la distancia. Y un buen día de 1948 llegó la proposición: Paulino venía a España acompañado de su hija porque quería conocer a su hermano y a las hijas de éste. Una de ellas, Pilar.

Así que Cirilo, Pilar y su hermana Sofía hicieron a pie los 20 km de Berrueco hasta Daroca. “Andando fuimos, claro. Otra manera no había. Pero que bajamos tan contentos. Si a todos pueblos íbamos andando los domingos para bailar, ¿qué trabajo nos iba a dar ir andando a Daroca para coger el tren y viajar a Madrid? Pues ninguno”.

Paulino pagó los billetes de tren y mandó recogerlos en un coche cuando los tres llegaron a Madrid. Los alojó en el Ritz. “Madre mía qué lujos. Nos llamaban por teléfono para el desayuno. Nos ponían aperitivos y todo antes de comer… Y en el hotel nos hacían todo. Por la mañana mi tío llamaba al encargado del coche y le decía “llévelos aquí” “llévelos allá”. Nos compró vestidos, nos llevó por Madrid… Y mi prima nos decía “ay, quédense conmigo para siempre. Que lo estoy pasando muy bien con ustedes, primas”. Cómo nos reíamos con ella. Le gustaba todo de nosotras“.

Pero cuando pasó la semana prevista, el padre de Pilar habló con su hermano: “mira, Paulino. Tú eres un hombre elegante, distinguido, y esta gente con la que tú te mueves, estos ambientes, esta vida… Esto no es para mí. Esto no es para mis hijas. No somos así. Nosotros nos volvemos para el pueblo”.  Los hermanos siguieron carteándose pero no volvieron a verse nunca más. Las primas perdieron el contacto. Y de la semana en el Ritz sólo quedó un recuerdo maravilloso, que Pilar nos cuenta con una sonrisa y ni pizca de nostalgia o lamento por lo que pudo haber sido y no fue. “Porque esa vida no era normal. Y a mí me gusta lo normal”.

“¿Y dónde vivía tu tío, Pilar? ¿Recuerdas cómo se llamaba? “Paulino Prieto Bruna. Aguas Prietas, Sonora”, dice Pilar, todo seguido, con mirada seria. Aguas Prietas, Sonora. Un lugar misterioso que no sé si ubicó alguna vez en un mapa. Un lugar tan lejano para ella como el País de Nunca Jamás. Un territorio tan ajeno como lo fueron los lujos del Ritz para una jovencita salida de la España pobre, profunda y campesina de 1948.

“- Aún me acuerdo de las canciones que nos cantaba mi prima. Las que les cantaban los mozos para pretenderla, allá en Aguas Prietas.

– ¿Te acuerdas, Pilar?

-Claro que me acuerdo. Enterica”.

Y Pilar, a sus 89 años, nos canta, perfectamente entonada y sin perder una palabra “Viajera que vas por tierra y por mar, rompiendo los corazones…”.


Epílogo

Esta historia nos la ha contado Pilar durante años. Intentamos encontrar algo de información sobre su tío pero no tuvimos éxito. Y, de pronto, preparando este post, busco de nuevo en internet y…¡bingo!:
Paulino Prieto Bruna y su hijo, Paulino Prieto Sánchez: recordados empresarios en Agua Prieta (Sonora, México) por su famoso Hotel Prieto, los almacenes La Aragonesa y el cine Alhambra.

la trágica muerte de Paulino hijo contada por el único superviviente del accidente.

Y aquí, unas fotografías para ponerlo todo en contexto.
A la izquierda, fotografía de familia. No es Pilar, sino una fotografía de la familia de su marido, Jesús (el segundo por la izquierda, de pie). Pero es una fotografía de la misma época en la que Pilar fue a Madrid, y da testimonio de cómo era la España rural en la época.
A la derecha, fotografía del Hotel Prieto en Agua Prieta, Sonora, en los años 50. Una de las empresas del tío Paulino.

Y aquí, una versión instrumental de «Viajera» hecha por Luis Alcaraz que a mí, personalmente, me parece una verdadera maravilla. Volved a leer la historia mientras escucháis la orquesta…

01/12/2019: Pilar ha rebuscado en sus cajones y han aparecido estas dos fotos. La primera es la fotografía de boda de Paulino padre. La segunda, de 1950, son Paulino y sus hijos.

Minsk o la muerte del cosmonauta

No puedo mirar a las estrellas.

Perdón. Hay un error en la formulación de la oración. Es importante ser preciso con las palabras.

No me gusta mirar a las estrellas. No me gusta porque no puedo mirar a las estrellas sin sentir vértigo existencial. ´

La contemplación de la noche estrellada me causa angustia. No es una fobia ni una manía, ni nada de eso. Una noche de estrellas es la belleza en estado puro, sobre todo si se puede disfrutar en silencio. Así lo veo yo también mientras me limito a disfrutar de la contemplación simple, del hecho estético. Pero entonces entra en acción mi razón, que es bastante mercenaria, con su batallón de interrogantes. ¿Dónde termina ese océano vacío y negro? ¿Cómo puedo comparar mis magnitudes con las magnitudes galácticas? ¿Qué es la distancia? ¿Qué es el tiempo?¿Dónde te puedes agarrar si te caes del planeta? Qué mínima es nuestra existencia, qué irrelevante. Nosotros, nuestros pequeños problemas y nuestros grandes asuntos no somos más que una partícula efímera en la galaxia, una anécdota en el universo. No somos nada. Pero nada de nada.

No creo que exista una muerte más triste que la del cosmonauta que se suelta de su nave y queda abandonado, hundiéndose sin remedio en la inmensidad del espacio. Es una muerte blanda, lenta, solitaria y cruel. Porque es cruel morir en el culmen de la belleza. Y porque la belleza, desprovista de empatía, es cruel.

La soledad del cosmonauta tiene que ser parecida a la soledad del viajero que llega a una ciudad desconocida una noche de invierno. Ponte en su lugar. Imagina que un lunes de noviembre, a eso de las diez de la noche, aterrizas en el aeropuerto de Minsk. Nunca he estado en Minsk. No sé ni dónde cae Minsk. Cuando yo estudié Geografía Política, Minsk no existía. Era un alivio. Te aprendías que esa mancha enorme del mapa era la URSS, que su capital era Moscú, y ya lo que quedara detrás del Telón de Acero era cosa de los soviéticos. Todos tenían que ser parecidos, al fin y al cabo. Lo que se aprende en el Bachillerato es inmutable, y las variaciones posteriores son irrelevantes. Minsk es otra mota de polvo de estrellas.

Llegas a Minsk.  Vas en un taxi, desde la noche hacia la noche. Pasas por enormes avenidas vacías. Ves  grandes edificios anónimos con algunas luces encendidas. Ves personas detrás de las ventanas. Estarán cenando, o viendo la televisión, o follando, en fin las cosas que uno hace a las 10 de la noche. Todos tienen sus vidas. Pero tú no formas parte de ninguna de ellas. Nadie sabe de ti. Andas vagando por la oscuridad iluminada, flotando blandamente, lentamente, solitariamente. Eres perfectamente prescindible en el transcurrir de la vida de Minsk. Eres irrelevante. Eres un cosmonauta desprendido de su  nave.

Rarezas

Una tiene sus rarezas. Como todo el mundo. Esa es la paradoja de la rarezas: la habitualidad de lo inhabitual. La vulgaridad de las excentricidades. La normalidad de las anomalías.

Una tiene sus rarezas y, después de tantos años, se siente cómoda con ellas. Han pasado a formar parte del paisaje cotidiano. No sabría vivir sin su compañía. No me duermo si sobresale alguna parte de mi cuerpo -mano, pierna, pie- fuera del colchón; no me fío de los monstruos que viven debajo de la cama. Me gusta hacer listas: de tareas, de la compra, de canciones, de cosas. Las listas me dan paz. En cambio me desasosiegan las asimetrías, los cuchillos en movimiento y los animales verdes.

Las rarezas terminan diciendo mucho de una persona.

No tengo ni idea de lo que dice de mí la fobia a los bichos verdes o el terror a los cuchillos.

Tampoco tengo por qué saberlo todo.

Calle Mayor

Mi primera bici fue una Rabasa Derby azul con la que me hice dueña y señora de los horizontes infinitos de mi calle, por entonces sin asfaltar y rodeada de campos. Este dato (que mi calle estaba sin asfaltar y rodeada de campos) es importante porque precipitó la necesidad de quitarle a la bici los ruedines. La vida en el Salvaje Oeste y las bicis con ruedines no son compatibles.

Tan infinita o más que mis horizontes era la Calle Mayor, ésa sí, asfaltada. Larguísima, rectísima, asfaltadísima y solitaria. Muy solitaria. La pista perfecta para aprender a montar en bici. Mi papá sujetaba el sillín por detrás y yo pedaleaba, Calle Mayor arriba, Calle Mayor abajo. Recuerdo perfectamente la sensación: el sol, la velocidad, la voz de mi padre detrás «¡vamos, vamos, sigue, que ya vas sola!» y mi asombro, y mi satisfacción, y el sentimiento de triunfo y libertad.

Cuarenta años después, mi hijo pequeño acompaña a mi madre por la calle Mayor en su aprendizaje con su nuevo vehículo. Calle Mayor arriba, Calle Mayor abajo. ¡Vamos, vamos, sigue abuela, que ya vas sola!

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